SAN ALFONSO MARIA DE LIGORIO

Nació cerca de Nápoles el 27 de septiembre de 1696. Sus padres fueron Don José, Marqués de Ligorio y Capitán de la Armada naval y Doña Ana Cabalieri. Nuestro santo fue el primogénito de siete hermanos, cuatro varones y tres niñas. Siendo aún niño fue visitado por San Francisco Jerónimo, el cual lo bendijo y anunció: “Este chiquitín vivirá noventa años, será obispo y hará mucho bien”.

A los dieciséis años, caso excepcional, obtiene el grado de doctor en ambos derechos, civil y canónico, con notas sobresalientes en todos sus estudios. Para conservar la pureza de su alma escogió un director espiritual, visitaba frecuentemente a Jesús sacramentado, rezaba con gran devoción a la Virgen y huía como de la peste de todos los que tuvieran malas conversaciones.

Más tarde escribiría: “Las vanidades del mundo están llenas de amargura y desengaños. Lo sé por propia y amarga experiencia” Hubo un pleito famoso entre el Doctor Orsini y el gran duque de Toscana. El Dr. Alfonso defendía al de Orsini. Su exposición fue maravillosa, brillante. Sumamente aplaudida. Creía haber obtenido el triunfo para su defendido, pero apenas terminada su intervención, se le acerca el jefe de la parte contraria, le alarga un papel y le dice: “Todo lo que nos ha dicho con tanta elocuencia cae de su base ante este documento”. Alfonso lo lee, y exclama: “Señores, me he equivocado”, y sale de la sala diciendo en su interior: “Mundo traidor, ya te he conocido. En adelante no te serviré ni un minuto más”.

Se encierra en su cuarto y está tres días sin comer. No hace sino rezar y llorar. Después se dedica a visitar enfermos y, un día en un hospital de incurables, le parece que Jesús le dice: “Alfonso, apártate del mundo y dedícate solo a servirme a mí”. Emocionado le responde: “Señor, ¿qué queréis que yo haga?”. Y se dirige luego a la Iglesia de Nuestra Señora de la Merced y ante el sagrario hace voto de dejar el mundo. Y como señal de compromiso deja su espada ante el altar de la Santísima Virgen. Pero tuvo que sostener una gran lucha espiritual para convencer a su padre, el cual cifraba en este hijo suyo, brillantísimo abogado, toda la esperanza del futuro de su familia. “Fonso mío – le decía llorando – ¿Cómo vas a dejar tu familia? – y él respondía: Padre, el único negocio que ahora me interesa es el de salvar almas”.

Al fin, a los treinta años logra ser ordenado sacerdote. Desde entonces se dedica a trabajar con la gente de los barrios más pobres de Nápoles y de otras ciudades. Reúne a los niños y a la gente humilde al aire libre y les enseña catecismo.

Su padre que gozaba oyendo sus discursos de abogado, ahora no quiere ir a escuchar sus sencillos sermones sacerdotales. Pero un día entra por curiosidad a escucharle una de sus pláticas y, sin poderse contener, exclama emocionado: “Este hijo mío me ha hecho conocer a Dios”. Y esto lo repetirá después muchas veces.

Se le reunieron otros sacerdotes y con ellos, el 9 de noviembre de 1732, fundó la Congregación del Santísimo Redentor (o Padres Redentoristas) y, a imitación de Jesús, se dedicaron a recorrer ciudades, pueblos y campos predicando el evangelio. Su lema era el de Jesús: “Soy enviado para evangelizar a los pobres”.

Durante treinta años con su equipo de misioneros, recorre campos, pueblos, ciudades, provincias, permaneciendo en cada sitio diez o quince días predicando, para que no quedara ningún grupo sin ser instruido y atendido espiritualmente. La gente al ver su gran espíritu de sacrificio corría a su confesionario a pedirle perdón de sus pecados. Solía decir que el predicador siembra y el confesor recoge la cosecha. Es admirable como a san Alfonso le alcanzaba el tiempo para hacer tantas cosas. Predicaba, confesaba, preparaba misiones y escribía. Hay una explicación: Había hecho votos de no perder ni un minuto de su tiempo y aprovechaba este tesoro hasta lo máximo.

Al morir deja 111 libros y opúsculos impresos y 2 mil manuscritos. Durante su vida vio 402 ediciones de sus obras. Su obra ha sido traducida a setenta lenguas, y ya en vida llegó a ver más de cuarenta traducciones de sus escritos. Para su libro más famoso, Las Glorias de María, empezó san Alfonso a recoger materiales cuando tenía treinta y ocho años y terminó de escribirlo a los cincuenta y cuatro años en 1750. Su redacción le gastó dieciséis años. Sus obras las escribió en sus últimos 35 años, que fueron años de terribles sufrimientos. En 1762, el Papa lo nombró obispo de Santa Águeda. Quedó aterrado y dijo que renunciaba a ese honor, pero el Papa no le aceptó la renuncia. “Cúmplase la Voluntad de Dios. Este sufrimiento por mis pecados” – exclamó – y aceptó. Tenía sesenta y seis años.

Estuvo trece años de obispo. Visitó cada dos años los pueblos. En cada pueblo de su diócesis hizo predicar misiones y él predicaba el sermón de la Virgen o el de la despedida. Vino el hambre y vendió todos sus utensilios, hasta su sombrero, anillo, la mula y el carro del obispo para dar de comer a los hambrientos.Cuando le aceptaron su renuncia de obispo exclamó: Bendito sea Dios que me ha quitado una montaña de mis hombros.

Dios lo probó con enfermedades. Fue perdiendo la vista y el oído. “Soy medio sordo y medio ciego – decía – pero si Dios quiere que lo sea más y más, lo acepto con gusto”. Su delicia era pasar las horas junto al Santísimo Sacramento. A veces se acercaba al sagrario, tocaba a la puertecilla y decía: “¿Jesús, me oyes?” Le encantaba que le leyeran Vidas de Santos. Un hermano tras otro pasaba a leerle por horas y horas. Preguntaba: ¿Ya rezamos el rosario? Perdonadme, pero es que del Rosario depende mi salvación. “Traedme, a Jesucristo”, decía, pidiendo la comunión. San Alfonso muere el 1 de agosto de 1787, (Tenía 90 años). El Papa Gregorio XVI lo declara santo en 1839. El Papa Pío IX lo declara doctor de la Iglesia en 1875. “Para un devoto de la Virgen ninguna lectura más provechosa que Las Glorias de María de San Alfonso”. “No hay gente débil y gente fuerte en lo espiritual, sino gente que no reza y gente que sí sabe rezar (San Alfonso)”.

No hay gente débil y gente fuerte en lo espiritual, sino gente que no reza y gente que sí sabe rezar.

San Alfonso María de Ligorio